La paz es dejar la mente en
blanco. Eso dice gente considerada sabia por otra gente que no lo es. Andaba
meditando, como con frecuencia, sobre lo mucho que me preocupa el no poder
impedir a veces ser nocivo para alguien a quien se quiere: te amo pero te causo
dolor, no porque intervenga en tu vida de un modo activo, sino sencillamente
porque existo. Sobre la conveniencia de
que, por vocación constructiva a pesar del vértigo que la idea me provoca, mi
materia se desaglutinara en luz para que ese yo material e insano desapareciera,
pongamos por caso, por la ventana de la casa que se orienta al sur,
frecuentemente abierta para facilitar que la penetre el frescor. Ya ven, por
procurar que se entendiera la magnitud de mi afecto estaba dispuesto a mi
desintegración (todo un mártir siempre en los confines de mi mente); eso sí, de
un modo hipotético, embrionario, a falta de pulir la idea tras batallar con mi
pasión por el tacto y los cuerpos. En estas cábalas estaba, como digo, cuando
hoy, cuatro de julio de dos mil doce, me he topado con una partícula de Dios,
habitante de uno de mis átomos. Y no sé cómo, por lo despistado que suelo ser,
pero he reparado en su imponente y microscópica presencia enseguida y la he considerado
instantáneamente un interlocutor válido. Me cuenta que ha abandonado mi materia
para pasear por el cosmos y, ya de paso, explicarme de una vez por todas por
qué mi masa encefálica, al igual que la práctica totalidad de la materia del
universo, no viaja a la velocidad de la luz, pero que en mi caso estoy cerca y
que si sigo por esta vía, y no dejo de practicar el pensamiento sin control, la
idea de Dios, exista Este o no, acabará por recluirme en un centro de
meditación cuando menos hindú, cuando menos llamado Pranayama. Mi partícula de Dios,
educada, se expresó en un sánscrito muy fluido, diría que coloquial, antes de
volver a mi encéfalo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario