lunes, 28 de marzo de 2011

Lunes 28 de marzo

                  En el principio de los tiempos sólo había hombres, no existían ni la Tierra ni los Dioses inmortales. Estas criaturas habitaban un lugar sin nombre y se alimentaban devorando a sus semejantes. No se reproducían de modo alguno y su número era insuficiente por lo que pronto toda existencia desapareció.
                  Todo lo que somos, la conciencia que de nosotros tenemos es fruto de un sueño ya extinguido, un suspiro ahora frío, que la intuición puso en la mente de uno de esos hombres. Esta idea, suspiro o sueño habita en la Nada, pero yo no sabría explicarles cómo.

lunes, 14 de marzo de 2011

Lunes 14 de marzo

            Nomi recibió un crisantemo. Al abrir la delicada caja en la que éste le había sido enviado su aroma le llegó al olfato, incluso inundó la estancia en la que estaba. En emplazamiento tan constreñido el olor se había concentrado de tal modo que su intensidad ahora se permitía reinar en toda la vivienda. Nomi amaba la belleza. Las hojas del crisantemo, su forma perfecta acariciaban el espíritu de este hombre sencillo.
            Aún era la estación de las lluvias y hacía frío. Tras el vidrio de la ventana las gotas de agua caían de los alfeizares de las casas colindantes. Las canalizaciones llevaban el agua de la lluvia al estanque del jardín. Con un cuenco de té entre las manos admiraba su crisantemo. Sentía que ello era cálido. Amaba la belleza, se recreaba en el efluvio que gobernaba la casa.  
            Con el paso de los días el sol se abrió paso entre las nubes, el zinc de las conducciones de agua brillaba limpio y seco y el estanque de agua calmada significaba paz. En el interior de la vivienda de Nomi se ha disipado todo perfume del crisantemo y sus hojas se han ajado. Este hombre sencillo sabe que la belleza es efímera, breve, intensa, como un poema.  

martes, 8 de marzo de 2011

Martes 8 de marzo

Camino por esta ciudad inmensa, grande, repetida en cada rostro, desmesurada. Ninguna mirada se cruza conmigo, el ajetreo autómata me circunda y prescinde de mi. No soy nada, no soy nadie. Vacío hasta el último vestigio de energía de mi cuerpo, sin éxito. Madrid sólo quiere de mi las escasas monedas que restan en mi bolsillo. En cada rincón fuerzo el contacto visual, alguna conexión esencialmente humana, no, no ocurre nada, no soy nadie. Siento frío, pena y frío. Caminar. Incesantemente. Por fin me dejo engullir por una de sus numerosas bocas. Madrid se derrama por ellas. Soy un átomo de la corriente que se deja tragar por esta M; la ciudad se repite en cada uno de nuestros rostros y se multiplica en el subsuelo. Madrid somos nosotros, viajeros que buscan un rostro, una sonrisa. Esta ciudad es un camino. A través de las cabezas informes y sin nombres el tren llega a una estación: mil rostros serios, cansados. Pasillos sucios, ruido sin palabras y salida. Veo un reloj, ansío salir pero la multitud impide que lo haga con presteza, gente pisando uvas y, a pesar de las nubes que cubren el cielo metropolitano, un Sol. Por fin subo por la calle de la Montera y me topo con la sonrisa que anhelaba. Falsa alarma, esta sonrisa tiene un precio. Estoy cansado. Gran Vía. Por fin el hogar impostor y la escasa potencia del agua de la ducha, dieciséis orificios surtidores de agua templada. Me he tumbado en las sábanas limpias y el agotamiento me hunde en la cama. El cansancio y esta soledad me dan la oportunidad de estar conmigo, a solas, es ocasión de conciliar a Mi conmigo, esos dos extraños. Sonrío. Esa era la sonrisa que buscaba. Doy gracias a la ciudad de Madrid.