martes, 8 de marzo de 2011

Martes 8 de marzo

Camino por esta ciudad inmensa, grande, repetida en cada rostro, desmesurada. Ninguna mirada se cruza conmigo, el ajetreo autómata me circunda y prescinde de mi. No soy nada, no soy nadie. Vacío hasta el último vestigio de energía de mi cuerpo, sin éxito. Madrid sólo quiere de mi las escasas monedas que restan en mi bolsillo. En cada rincón fuerzo el contacto visual, alguna conexión esencialmente humana, no, no ocurre nada, no soy nadie. Siento frío, pena y frío. Caminar. Incesantemente. Por fin me dejo engullir por una de sus numerosas bocas. Madrid se derrama por ellas. Soy un átomo de la corriente que se deja tragar por esta M; la ciudad se repite en cada uno de nuestros rostros y se multiplica en el subsuelo. Madrid somos nosotros, viajeros que buscan un rostro, una sonrisa. Esta ciudad es un camino. A través de las cabezas informes y sin nombres el tren llega a una estación: mil rostros serios, cansados. Pasillos sucios, ruido sin palabras y salida. Veo un reloj, ansío salir pero la multitud impide que lo haga con presteza, gente pisando uvas y, a pesar de las nubes que cubren el cielo metropolitano, un Sol. Por fin subo por la calle de la Montera y me topo con la sonrisa que anhelaba. Falsa alarma, esta sonrisa tiene un precio. Estoy cansado. Gran Vía. Por fin el hogar impostor y la escasa potencia del agua de la ducha, dieciséis orificios surtidores de agua templada. Me he tumbado en las sábanas limpias y el agotamiento me hunde en la cama. El cansancio y esta soledad me dan la oportunidad de estar conmigo, a solas, es ocasión de conciliar a Mi conmigo, esos dos extraños. Sonrío. Esa era la sonrisa que buscaba. Doy gracias a la ciudad de Madrid.

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