miércoles, 12 de febrero de 2014

Miércoles, 12 de febrero de 2014

… sería por el año dos mil catorce, sin ningún propósito firme ni consciente comencé a dejar que me brotara la barba a lo silvestre y a vestir con ropa desenfadada, calzado modesto, vaqueros y camisas generalmente de cuadros. Sin saber cómo o por qué me habitué a cantar canciones en inglés, idioma desconocido hasta entonces, y a rasgar una acústica que no sé en qué momento llegó a mis manos. Las canciones hablaban de trivialidades pero se adaptaban al ritmo de la guitarra con soltura matemática. Entonces tampoco había oído jamás la palabra «indi» y sin embargo me familiaricé con ella, la dejaba caer en las conversaciones al principio forzadamente, y finalmente con autoridad. Esta época coincidió curiosamente con mi abandono del propósito universal inaudito y presente en cada individuo en su génesis: la búsqueda de la felicidad. Curiosamente nunca me sentí más en paz que entonces, cuando renuncié a la más descabellada de las empresas inscritas en la materia gris de los seres humanos. Arribar a cima tan inexpugnable había sido un propósito diario que pesaba sobre mis hombres escuetos con tanto peso que día tras día era constatado ese fracaso a eso de las once menos cuarto, entre la media hora de pilates y los veinticinco minutos de lectura de la obra completa de Aleksandr Pushkin, cuando regularmente, y eso iba a misa, hacía entonces balance de mis logros y fracasos. Jamás alcancé ese estado de nirvana en la Tierra, pero renunciar a él, esa pérdida, me supuso respirar a pulmón lleno por primera vez; pude constatar que ser perdedor no es tan triste como anuncian las series televisivas norteamericanas. Ahora había cierto orden en mí, cantaba bellas canciones, vivía en un apartamento escueto de la sexta con Madison y comía con cierta gula el contenido de múltiples latas de conservas. Recuerdo que una de estas latas que cayó en mis ávidas manos era de la marca Campbell's y, en aquel Nueva York en todo parecido a una gran manzana en que vivía, pude evocar a aquel buscador de felicidad tan pop que fui. Hasta hoy no había vuelto a pensar en la felicidad. Gracias  Andy...     

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